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LA CIUDAD INVISIBLE ~ La más habitable de todas las ciudades

Minicuentos y otras prosas

«Ego me absolvo»

«Ego me absolvo»

Un golpe seco, el grito de una testigo, el chirrido de unos frenos demandados a fondo y con urgencia: así comienza todo, en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo que se tarda en acabar con una vida aunque no se pretenda. El conductor se baja del autobús con la angustia dibujada en las facciones. De alguna manera, su vida también ha terminado en ese momento, al menos su vida tal como él la conocía hasta entonces, porque es seguro que nunca volverá a ser igual, que habrá un antes y un después de ese impacto desafortunado. ¿Cómo es posible?, ¿de dónde ha salido este hombre?, pero si el semáforo estaba en verde, esto no puede ser cierto, no me puede pasar a mí, que llevo veinte años al volante sin el más mínimo roce, se desespera el chófer ante la mirada de un policía municipal que regulaba un cruce próximo; sin embargo, a quien parece hablarle en realidad es a la propia víctima, como si pretendiera convencerle de que no es ese ni momento ni lugar para cambiar de peatón a difunto, y mucho menos bajo las ruedas del vehículo de un profesional experimentado. El semáforo estaba en rojo, le juro que estaba en rojo, repite. Pero si antes dijo que estaba en verde, objeta el guardia creyendo que se dirige a él, y el conductor no le contesta mientras sigue deambulando con pasos nerviosos cerca del hombre caído en el suelo. Viendo que no le sacará una palabra coherente, el municipal se vuelve hacia su moto para pedir una ambulancia por radio, aunque sabe que es un puro trámite porque al desdichado que yace bajo el autobús de poco le sirven ya los médicos, un forense resultaría más apropiado. ¿Por qué tenía que cruzar justo cuando yo arrancaba, eh?, ¿por qué no pudo esperar un segundo?, ¿tanta prisa tenía?, increpa el chófer al accidentado mientras los pasajeros empiezan a bajarse del transporte público, intuyendo quizá que ya no les llevará a ninguna parte.
—Hombre, qué quiere que le diga. Prisa en especial, no. La misma que todo hijo de vecino a estas horas.
—¡Vaya! Menos mal que responde usted algo, que así tan callado me estaba asustando. Si ya sabía yo que no le había dado tan fuerte...
—Tampoco es que me haya atropellado con una bicicleta precisamente.
—Venga, deme una mano que le ayudo a salir de ahí abajo.
—No se haga ilusiones. El golpe que me he llevado ha sido de espanto, y yo diría que me he abierto la cabeza contra el suelo como si fuera una sandía reventona.
—¿Qué me quiere decir con eso?
—Pues hombre, que tengo por delante muchos añitos de seguir tumbado.
—No, no puede ser... esto no me está pasando a mí... Que hubiera metido la pata un novato, o algún compañero de esos que tengo que se toman su buen copazo antes de empezar el servicio, pues vale, lo vería lógico, pero que me pase a mí, que soy un empleado modelo, que llevo veinte años sin un mal problema...
—Eso de los veinte años ya lo ha dicho antes.
—¿Y qué si lo he dicho? Es verdad que los llevo. ¿Quiere que le enseñe mi carné de conducir?
—¿De qué me sirve su carné en esta situación? Lo que me hubiera venido de perlas es que usted no se hubiera despistado.
—¡Yo no me despisté!
—¿Ah, no? Mira con lo que me sale ahora. Entonces, ¿por qué arrancó cuando yo cruzaba?
—El semáforo estaba en verde.
—En verde ahora, en rojo antes. Rojo, verde, rojo, verde... El policía va a tener razón: no sabe usted ni lo que dice.
—¡Sí que lo sé! El semáforo estaba en rojo, que estuve esperando a que cambiara mientras una señora me preguntaba cuánto quedaba para plaza de Castilla. Ya verá, se lo va a contar ella misma.
El conductor levanta la mirada y descubre que su vehículo se ha quedado desierto. Ni rastro de la mujer. Tampoco es capaz de localizarla entre el gentío curioso que se arremolina a su alrededor. Unos metros más allá, el municipal de antes cuenta ya con refuerzos y parece comentar con sus colegas lo ocurrido mientras menea la cabeza. No me gustaría andar en el pellejo de ese autobusero, ni el color en que estaba el semáforo recuerda, menudo puro le van a meter. Peor le habrá ido al que está bajo las ruedas, puntualiza otro agente. No te creas, que a ese infeliz se le han acabado todos los problemas de golpe, pero al conductor... al conductor se le va a caer el pelo.
—No está, ¿verdad? La señora, digo... Ya me lo imaginaba. Seguro que ha puesto tierra de por medio, que nadie quiere líos.
—Bueno, si no la encuentro a ella, me parece recordar que en las primeras filas iba sentado un joven que...
—Tampoco se moleste en buscarlo. Ya se habrá largado hace rato, temiendo que lo citaran como testigo. Si es lo que yo le diga: este asunto sólo nos interesa a usted y a mí. Cada uno tenemos nuestras historias, y maldita la gracia que nos hace vernos pringados en las ajenas.
—Dios mío, ¿qué voy a hacer ahora? Menudo disgusto se va a llevar mi mujer...
—Es curioso: acabo de darme cuenta de que hasta este momento no había pensado yo en la mía.
—¿También está usted casado? Claro, es lo normal. Y tendrá hijos, supongo.
—Dos, la parejita, mayorcitos ya. Le enseñaría unas fotos que llevo en la cartera, pero la ocasión no es la más apropiada y además las manos no me responden.
—Mujer y dos hijos, ¡qué tragedia! ¿Qué va a ser de ellos? ¿En qué situación se quedan?
—Pues bastante buena, la verdad. Ironías de la vida, hace un mes que cancelamos la hipoteca. Así que mi esposa, entre la pensión que yo le deje y su nómina de funcionaria, tendrá la vida resuelta. Y como lo más cariñoso que me decía a diario era ¡quita de en medio, estorbo!, ahora será más feliz que nunca porque al fin he hecho lo que ella quería. Y mis hijos... ¿tiene usted hijos?
—No. Mi señora y yo nunca... nunca pudimos...
—¡Qué envidia! Créame si le digo que no se pierden ustedes nada. Los míos no me hacen caso jamás, pero ni puñetero caso, de verdad. No me tienen por un padre, sino por un monedero. Que si he visto unos pantalones que molan un mazo, papá, que si nos hacen falta un ordenador y una impresora y un escáner, papá, que si ando flojo de gasofa para la moto, papá, que si los libros de la facultad, papá, así todo el santo día con el papá que no se les cae de la boca. Y luego, cuando estén con sus amigotes seguro que ya no seré papá, entonces me convertiré en el viejo. Esos dos sí que me van a echar de menos, ya lo creo, porque a partir de ahora tendrán que pedírselo todo a su madre, la reina de las tacañas...
Una sirena anuncia la cercanía de la ambulancia. El corro de curiosos va en aumento y la policía municipal se ve en la necesidad de despejar la zona. Algunos de los peatones usan su móvil para tomar fotos.
—Bueno, parece que me van a sacar de aquí enseguida.
—A lo mejor pueden hacer algo por usted, que estas ambulancias modernas, uvis móviles las llaman, llevan todos los adelantos posibles, que le inyectan a un herido no sé qué mientras le dan unas descargas de esas que se ven en las películas y...
—Ya le dije antes que no se hiciera ilusiones. Lo mío no se soluciona ni con pinchazos, ni con calambrazos de pilas alcalinas. Pero no se haga usted mala sangre, se lo ruego.
—Cómo no voy a sufrir si he desgraciado a un buen hombre. Porque tiene usted toda la pinta de ser buena gente, se le nota enseguida que abre la boca.
—Le agradezco el piropo, pero más que un buen hombre, la verdad es que he sido un idiota: toda la vida pendiente de los demás y sin ocuparme para nada de mí mismo. Y al final, mire qué pago he tenido.
—Lo... lo siento. No sabe cuánto lamento haberlo atropellado.
—Acepto sus disculpas. A cambio, voy a dejarle con un pensamiento que le tranquilizará: en el fondo, me ha hecho usted un favor quitándome un montón de pesos de encima.
—¿Lo dice en serio?
—Completamente. Le confieso que estos últimos días había considerado la idea de... echarle una mano al destino. Ya me entiende: hacer yo lo posible por marcharme antes de tiempo, que la vida me tenía bastante harto. La rutina, la familia, el trabajo... Y mira por dónde, aparece usted con su autobús y, sin quererlo, asunto solucionado.
—¿No lo dirá sólo para que no me sienta culpable?
—Qué va, qué va... palabra que es cierto. Y si tengo oportunidad, le echaré una llamadita desde donde pueda para contarle cómo es esto.
Una mano, que pretende ser amable sin perder su firmeza, se posa en el hombro del conductor, quien permanece agachado junto al vehículo. Tendrá que venir a comisaría con nosotros para prestar declaración, le informa el municipal. El aludido esboza una despedida hacia el atropellado y obedece al policía, que se extraña al descubrir en el rostro de su detenido un atisbo de sonrisa aliviada. ¿A que no sabe lo que me ha dicho este hombre, agente?, pues que en el fondo le he hecho un favor y que menudo peso le he quitado de encima. El funcionario uniformado, que creía haberlo visto y escuchado todo en sus años de servicio, echa una ojeada al cuerpo tendido sobre el asfalto y no sabe qué contestar. Y mientras introduce al reo en el coche patrulla, se lleva el dedo índice a la sien en un gesto dirigido a sus compañeros. Pobre hombre, se lamenta en cuanto cierra la puerta del automóvil, ha perdido del todo la cabeza.


Este relato fue publicado por primera vez en el nº 3 de la revista literaria Cuaderno Sie7e (Coslada, Madrid, España, año 2006).

Apuntes Suburbanos VI: «Mutación (o la fábrica de monstruos)»

Apuntes Suburbanos VI: «Mutación (o la fábrica de monstruos)»

Un muchacho de aspecto poco aseado mendiga en un vagón del metro: «Una ayuda para comer, por favor». Al escucharle, un anciano le comenta a su esposa: «Ya, para comer... seguro que es para pincharse».

Un muchacho drogadicto de aspecto poco aseado vuelve a mendigar en un vagón del metro: «Una ayuda para comer, por favor». Dos señoras semienterradas por bolsas de unos grandes almacenes cuchichean: «Pues si no tiene dinero, que se ponga a fregar portales».

Un muchacho drogadicto de aspecto poco aseado que no friega portales mendiga una vez más: «Una ayuda para comer, por favor». Una pareja de adolescentes separan sus bocas el tiempo justo para decirse con sorna: «Seguro que ese tío ha estado en el talego».

Un muchacho drogadicto de aspecto poco aseado que no friega portales porque ha estado en la cárcel insiste: «Una ayuda para comer, por favor». Un caballero de traje y corbata se aparta de él cuando pasa a su lado, mientras piensa: «Que no me toque, que éste me pega el SIDA o algo peor».

Un muchacho drogadicto de aspecto poco aseado que no friega portales porque ha estado en la cárcel, donde contrajo el SIDA, suplica de nuevo: «Una ayuda para comer, por favor». Una madre que acaba de recoger a su retoño del colegio se interpone entre el niño y el indigente en actitud heroica. «Dios mío, ¿y si ahora saca una navaja y nos mata a todos?»

Un muchacho drogadicto de aspecto poco aseado que no friega portales porque ha estado en la cárcel, donde contrajo el SIDA, acusado de asesinar a los pasajeros de un vagón del metro, pide ya sin fe: «Una ayuda para comer, por favor». Dos chicas se apretujan contra la gente para alejarse de semejante individuo, «no vaya a ser el violador ese que anda suelto por el barrio».

El tren se detiene en la siguiente estación. Al abrirse las puertas se apea, para alivio de todos, la encarnación perfecta de Mister Hyde. ¿Quedará en ese engendro algún atisbo de aquel muchacho de aspecto poco aseado que pedía una ayuda para comer?

«Tradición»

«Tradición»

Su tatarabuelo fue uno de los precursores de la cirugía moderna: se atrevió a ser el primero en el país en operar utilizando la novedosa anestesia de óxido nitroso.

Su bisabuelo, siguiendo los pasos paternos, también fue un cirujano famoso: inventó instrumentos quirúrgicos que aún hoy se utilizan.

Su abuelo no quiso ser menos: sus descubrimientos en operaciones de riñón le valieron el Premio Nobel de medicina.

Su padre fue jefe de cirugía y después director del hospital más importante de la nación. A su muerte, el centro médico fue rebautizado con sus apellidos.

Su hijo fue el primero en trasplantar un corazón con éxito en el país. Si se consulta su nombre en cualquier buscador de Internet, aparecen más de doscientas mil entradas.

Su nieto ostenta hasta la fecha dos récords Guinness: es el licenciado en medicina más joven de la historia patria y el único cirujano cardiovascular conocido al que nunca se le murió un paciente en la mesa de operaciones.

Su bisnieto, médico en ejercicio en la actualidad, descubrió el procedimiento para evitar rechazos en los trasplantes: es el segundo Nobel de la familia.

Y su tataranieto acaba de terminar la especialidad de cirugía con el número uno de su promoción. Ha asegurado sus manos en un millón de euros cada una.

Él, eslabón central de la cadena de cirujanos ilustres, pasó toda su vida laboral despiezando reses en una carnicería.

Apuntes suburbanos V: «Sensaciones»

Apuntes suburbanos V: «Sensaciones»

La mujer viaja sola en una pareja de asientos del vagón de metro.

A sus pies, una bolsa con algo de compra.

En su cabeza, multitud de problemas cotidianos que aguardan atención o, peor aún, una solución urgente.

El resto del coche está ocupado por un puñado de personas dispersas, acomodadas aquí y allá, somnolientas.

El tren se detiene en la siguiente estación y entra un muchacho. Se sienta frente a la mujer.

Vuelven a arrancar. Pero, pasados unos segundos, se paran antes de tiempo. No han llegado a ninguna estación. El túnel los rodea. Algún semáforo en rojo quizá.

De improviso, el muchacho se acerca a la mujer, toma su cara entre las manos y la besa en la boca. Es un beso lento, suave, sin atisbo de violencia. A ella, no sabe por qué, le recuerda el sabor de los flanes que su madre le preparaba de niña.

El tren se mueve de nuevo y el joven se separa de la mujer. Ocupa su asiento. No dicen nada. Sólo se miran.

Llegan a otra estación. Él se baja y se pierde por una salida.

Ella permanece en el vagón. Su cabeza está ahora vacía de problemas. Sólo sensaciones.

 

Apuntes suburbanos IV: «Esperanza»

Apuntes suburbanos IV: «Esperanza» Sobresaltado, despego los ojos del libro que leo. ¿Me habré pasado de parada? Cuando la ceguera del túnel cede ante la luz artificial, compruebo aliviado que no, que estamos en Esperanza y que aún me faltan dos más.
Aprovechando la distracción, inspecciono a mis compañeros de viaje, presencias tan mudas como familiares. Ahí está la señora madura que devora revistas del corazón, una diferente cada día. También veo a ese hombre ataviado de traje impecable y armado de maletín que, cuando cree que nadie le mira, se hurga las fosas de la nariz. Y, cómo no, cerca de mí se sienta un adolescente aislado del mundo por el estruendo de sus auriculares, un aprendiz de sordo situado junto a una joven que rellena sudokus compulsivamente, una cifra tras otra, tan deprisa que sospecho que se las inventa. Son la tropa que la coincidencia cotidiana ha convertido en mi otra familia.
Cuando el metro reanuda la marcha retomo la lectura, y no la abandono hasta que mis oídos me advierten de que hemos recorrido las dos estaciones que me quedaban. Pero al incorporarme para salir del vagón, descubro que nos encontramos de nuevo en Esperanza. No puede ser, el tren se ha movido, de eso estoy seguro, pero el cartel del andén lo dice muy claro: Esperanza.
Miro a los demás pasajeros, buscando en ellos signos de extrañeza. Nada. Todos permanecen tranquilos en sus asientos. La señora pasa con ansiedad una nueva página de su revista, el trajeado rebusca en su nariz algún objeto perdido, el chaval sigue suicidándose con sus decibelios y la chica rellena casillas con fruición.
Consolado por ese inmovilismo de personas, actitudes y cosas, vuelvo a sentarme. Y cuando el tren reinicia el viaje, siento una cierta expectación —moderada, sin excesos— por descubrir si en la próxima parada todo cambiará o si seguiremos enredados con mansedumbre en esta inútil esperanza.

Teoría de la relatividad

Teoría de la relatividad Esta mañana, mientras todos los habitantes de la ciudad, acelerados, histéricos, se dirigían hacia mil lugares diferentes, deprisa, corriendo, que no llego, he visto a una madre que empujaba el carrito de su bebé. Y en cierto momento, se ha detenido para mirar a su niño y dejar que él la mirara, sonrientes ambos. Inmenso agujero de quietud en el continuo del espacio y el tiempo.

Apuntes Suburbanos III: «Acordes»

Apuntes Suburbanos III: «Acordes»

Desciendo hacia las tripas de la ciudad con el ánimo lastrado de amargura. El día no me ha tratado bien y no aspiro a otra cosa que regresar a casa y lamerme las heridas. Camino sin fe por los interminables corredores de una estación del metro cuando, de repente, me cruzo con Gardel abrazado a una tanguista que le sigue el paso con un trenzado de piernas imposible. El farolillo de la calle en que nací... llora un bandoneón desterrado. Un giro, dos giros... y los bailarines se detienen para escuchar con respeto las notas que un joven Mozart de peluca empolvada obtiene de un trío de cuerda, violines emigrados del frío y apostados en el siguiente recodo del pasillo. Pero enseguida amanece la Pequeña serenata nocturna, desplegando un arco iris de espacios abiertos que resplandece sobre las pieles de medianoche de un grupo de africanos. Zum, zum, zum... reverberan los tambores azotados con manos tan hábiles como encallecidas por siglos de redobles. Mientras, unos metros más allá, la atmósfera se torna suave entre las cuerdas de dos guitarras mestizas; y el pasadizo subterráneo se transforma en una populosa calle de La Habana Vieja, en un soleado trocito del Malecón. Si tú me dices ven... lo dejo todo. Sí, todo mi enojoso equipaje: el rencor hacia la vida, mi agobio cotidiano de asalariado, el miedo al futuro. A cambio de unas pocas monedas, me siento a la vez ciudadano del Sur explotado, del Este empobrecido, del Oeste torturado. No soy de ningún sitio y pertenezco a todos. Me despojo de mi patria y de mis fronteras y sólo poseo música.

«Metamorfosis»

«Metamorfosis»

El escritor levanta la mirada del libro que acaba de firmar          —para mi amiga tal o cual, la mejor de todas mis lectoras…— y, detrás de la expresión de lealtad eufórica de la mujer, que recibe el ejemplar como si abrazara por primera vez a un hijo, ve que la fila de sus sectarios parece salirse de la feria. Sonríe. Es ya la hora de cerrar todo el recinto, y el responsable de la caseta editorial anuncia en voz alta que, lamentándolo mucho, el escritor tiene que irse, les agradecemos en el alma su paciencia y su interés, etcétera, etcétera. Es una frustración sincera la que demuestran todas esas caras, habrán de conformarse con haber contemplado en persona a la estrella, con haber admirado en tres dimensiones al ídolo que hasta ahora sólo se les había mostrado en dos: sonriente en las solapas de sus libros, con aire de poseedor del conocimiento más arcano en los programas de televisión, y con mirada de seductor cultivado en las fotos de las revistas de literatura de moda.

El escritor abandona su puesto con teatralidad calculada, atravesando la multitud de adoradores para regalarles su sonrisa y algún que otro autógrafo rápido, apenas un rayajo aquí y allá, al tiempo que desprecia con la mirada a colegas de otras casetas que apenas han firmado un ejemplar en toda la tarde. Al fin, sus acólitos le ven perderse entre los árboles del parque donde se aloja la feria como si fuera un héroe mítico partiendo hacia nuevas y mayores hazañas.

Esa noche, el escritor está solo en su chalé, sentado en un sillón de la biblioteca con un tomo que ha escogido al azar. Lo abre por sus primeras páginas y lee: «Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo…»

Y mientras asimila palabra tras palabra, siente que su cuerpo mengua, que su materia física encoge sin remedio, hasta que al fin ya le cuesta incluso sujetar el libro, que se le escapa de las manos y va a parar al suelo. Y allí queda el escritor, igual que un muñequito que hubiera abandonado en el sofá algún niño de la casa.

«El coleccionista de fracasos»

Gregorio Buenaletra parecía un escritor, pero en realidad era un coleccionista: reunía cartas de rechazo.
Con sumo cuidado, mimando hasta el detalle más ínfimo, empaquetaba manuscritos suyos dirigidos a editoriales y agentes literarios, los acompañaba de una carta de presentación y los llevaba a Correos casi todos los días. Y a esperar.
Rara era la semana en que no recibía dos o tres sobres pequeños confeccionados con papel verjurado y que mostraban logotipos de colores. Cuando Gregorio encontraba alguno de estos envíos en su buzón, lo recogía con delicadeza para no arrugarle las esquinas y subía los escalones hasta su casa de dos en dos, sin esperar el ascensor siquiera. Sobre el escritorio, lo cortaba quirúrgicamente con un abrecartas y desplegaba la hoja que contenía como si desnudara a una amante adolescente.
«Estimado señor Buenaletra: Le agradecemos la confianza depositada en nosotros al enviarnos el original de su obra, pero lamentamos informarle de que no se adapta a nuestra línea editorial, por lo que nos resulta imposible...» Al leer estas pocas líneas, Gregorio estallaba de gozo: «¡Ya tengo otra —casi gritaba—, otra más para mi colección!»
Aquellas hojas mecanografiadas acababan indefectiblemente en un archivador con tapas de piel, en el que cada una se mostraba a sus ojos acompañada del respectivo sobre y protegida por una funda transparente, igual que si de un antiguo sello de lejanas tierras se tratara. Y en cuanto tenía oportunidad, presumía en su círculo de amigos —la mayoría, juntaletras como él— de poseer más de cien, y todas con remites distintos.
Un día, un nefasto día, recibió una nueva comunicación. Pero al abrirla siguiendo el protocolo habitual, el pobre Gregorio sintió que la tierra se abría voraz bajo sus pies.
Lo encontró la policía una semana más tarde tras forzar la puerta con ayuda de los bomberos, alarmados por una denuncia sobre la fetidez que nacía de su piso. El dueño de la vivienda pendía de una soga amarrada al gancho de una lámpara, y a sus pies yacían una silla volcada y una hoja de papel verjurado que, a simple vista, los agentes tomaron por la habitual declaración dirigida al juez, pero que resultó ser la carta de una editorial sinceramente interesada en publicar uno de sus manuscritos.

Apuntes Suburbanos II: «Empate»

Apuntes Suburbanos II: «Empate»

El metro se detiene y algunos pasajeros lo abandonan. Yo permanezco en mi asiento, leyendo. De repente, caigo en la cuenta de que ésta es mi parada. Me incorporo de un salto justo cuando las puertas comienzan a cerrarse. Demasiado tarde: no llego a salir, me estrello contra las hojas de vidrio y metal que me cortan el paso. Pánico. Sí, pánico, espanto, pavor. De algún modo, intuyo que si no me apeo aquí y ahora, nunca tendré otra oportunidad, ¡nunca! Patadas, puñetazos, rompo el cristal, sangre en mis manos, un hueco, trato de escapar por el vano de la ventanilla, primero la cabeza, luego los hombros, el pecho, el abdomen, ya tengo medio cuerpo fuera… De reojo veo que el semáforo del túnel se ha vuelto verde, el tren arranca, el tren está decidido a llevarme para siempre, a evitar por todos los medios que me baje aquí. Pero no lo va a conseguir, al menos no del todo: la mitad de mí vencerá. La mitad de mí se quedará en esta estación.

Apuntes Suburbanos I: «Colgadas del vacío»

Observo en un vagón del metro a una muchacha inmigrante, por sus rasgos diría que sudamericana.

Lleva a su niña recién nacida en brazos.

La criatura, indefensa y cobijada en el regazo de su madre.

La madre, indefensa y cobijada ¿por quién?

«Anodinos crónicos»

No es relevante aclarar dónde se encuentra la ciudad. Está en un rincón cualquiera de un país idéntico a tantos otros, uno de esos lugares que —quién sabe por qué— se llaman civilizados. El caso es que en aquella urbe se propaga con rapidez una enfermedad en la que nadie ha reparado, y a la que en consecuencia ningún médico ha puesto nombre ni trata de hallarle cura. El mal, llamémoslo así, se manifiesta con unos síntomas muy claros: los infectados, que se cuentan por millares y siguen aumentando en número, son incapaces de vivir cada día de una forma que no sea idéntica a la de la jornada anterior y, por tanto, exacta a la de la siguiente. Como el encefalograma de un difunto, sus existencias resultan planas, continuas, pero el daño no se detiene ahí. Por razones que, repito, nadie se preocupa en investigar, los enfermos se ven sometidos a un lento aunque inexorable proceso de borrado. Hoy un ojo, mañana algún dedo, al otro quizá la boca. Los afectados más recientes parecen un retrato que el pintor hubiera dejado incompleto; pero los pacientes con más tiempo de infección se convierten en individuos apenas reconocibles. El mal es tan grave que —a no ser que efectúen un día por azar algún acto novedoso— los enfermos acaban perdiéndose por completo a la vista de los demás, quedando sumidos en un limbo espeso sin posibilidad de retorno y sin que nadie los eche nunca de menos.