Apuntes suburbanos IV: «Esperanza»
Sobresaltado, despego los ojos del libro que leo. ¿Me habré pasado de parada? Cuando la ceguera del túnel cede ante la luz artificial, compruebo aliviado que no, que estamos en Esperanza y que aún me faltan dos más.
Aprovechando la distracción, inspecciono a mis compañeros de viaje, presencias tan mudas como familiares. Ahí está la señora madura que devora revistas del corazón, una diferente cada día. También veo a ese hombre ataviado de traje impecable y armado de maletín que, cuando cree que nadie le mira, se hurga las fosas de la nariz. Y, cómo no, cerca de mí se sienta un adolescente aislado del mundo por el estruendo de sus auriculares, un aprendiz de sordo situado junto a una joven que rellena sudokus compulsivamente, una cifra tras otra, tan deprisa que sospecho que se las inventa. Son la tropa que la coincidencia cotidiana ha convertido en mi otra familia.
Cuando el metro reanuda la marcha retomo la lectura, y no la abandono hasta que mis oídos me advierten de que hemos recorrido las dos estaciones que me quedaban. Pero al incorporarme para salir del vagón, descubro que nos encontramos de nuevo en Esperanza. No puede ser, el tren se ha movido, de eso estoy seguro, pero el cartel del andén lo dice muy claro: Esperanza.
Miro a los demás pasajeros, buscando en ellos signos de extrañeza. Nada. Todos permanecen tranquilos en sus asientos. La señora pasa con ansiedad una nueva página de su revista, el trajeado rebusca en su nariz algún objeto perdido, el chaval sigue suicidándose con sus decibelios y la chica rellena casillas con fruición.
Consolado por ese inmovilismo de personas, actitudes y cosas, vuelvo a sentarme. Y cuando el tren reinicia el viaje, siento una cierta expectación —moderada, sin excesos— por descubrir si en la próxima parada todo cambiará o si seguiremos enredados con mansedumbre en esta inútil esperanza.
Aprovechando la distracción, inspecciono a mis compañeros de viaje, presencias tan mudas como familiares. Ahí está la señora madura que devora revistas del corazón, una diferente cada día. También veo a ese hombre ataviado de traje impecable y armado de maletín que, cuando cree que nadie le mira, se hurga las fosas de la nariz. Y, cómo no, cerca de mí se sienta un adolescente aislado del mundo por el estruendo de sus auriculares, un aprendiz de sordo situado junto a una joven que rellena sudokus compulsivamente, una cifra tras otra, tan deprisa que sospecho que se las inventa. Son la tropa que la coincidencia cotidiana ha convertido en mi otra familia.
Cuando el metro reanuda la marcha retomo la lectura, y no la abandono hasta que mis oídos me advierten de que hemos recorrido las dos estaciones que me quedaban. Pero al incorporarme para salir del vagón, descubro que nos encontramos de nuevo en Esperanza. No puede ser, el tren se ha movido, de eso estoy seguro, pero el cartel del andén lo dice muy claro: Esperanza.
Miro a los demás pasajeros, buscando en ellos signos de extrañeza. Nada. Todos permanecen tranquilos en sus asientos. La señora pasa con ansiedad una nueva página de su revista, el trajeado rebusca en su nariz algún objeto perdido, el chaval sigue suicidándose con sus decibelios y la chica rellena casillas con fruición.
Consolado por ese inmovilismo de personas, actitudes y cosas, vuelvo a sentarme. Y cuando el tren reinicia el viaje, siento una cierta expectación —moderada, sin excesos— por descubrir si en la próxima parada todo cambiará o si seguiremos enredados con mansedumbre en esta inútil esperanza.
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