Apuntes Suburbanos III: «Acordes»
Desciendo hacia las tripas de la ciudad con el ánimo lastrado de amargura. El día no me ha tratado bien y no aspiro a otra cosa que regresar a casa y lamerme las heridas. Camino sin fe por los interminables corredores de una estación del metro cuando, de repente, me cruzo con Gardel abrazado a una tanguista que le sigue el paso con un trenzado de piernas imposible. El farolillo de la calle en que nací... llora un bandoneón desterrado. Un giro, dos giros... y los bailarines se detienen para escuchar con respeto las notas que un joven Mozart de peluca empolvada obtiene de un trío de cuerda, violines emigrados del frío y apostados en el siguiente recodo del pasillo. Pero enseguida amanece la Pequeña serenata nocturna, desplegando un arco iris de espacios abiertos que resplandece sobre las pieles de medianoche de un grupo de africanos. Zum, zum, zum... reverberan los tambores azotados con manos tan hábiles como encallecidas por siglos de redobles. Mientras, unos metros más allá, la atmósfera se torna suave entre las cuerdas de dos guitarras mestizas; y el pasadizo subterráneo se transforma en una populosa calle de La Habana Vieja, en un soleado trocito del Malecón. Si tú me dices ven... lo dejo todo. Sí, todo mi enojoso equipaje: el rencor hacia la vida, mi agobio cotidiano de asalariado, el miedo al futuro. A cambio de unas pocas monedas, me siento a la vez ciudadano del Sur explotado, del Este empobrecido, del Oeste torturado. No soy de ningún sitio y pertenezco a todos. Me despojo de mi patria y de mis fronteras y sólo poseo música.
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