«Metamorfosis»
El escritor levanta la mirada del libro que acaba de firmar —para mi amiga tal o cual, la mejor de todas mis lectoras…— y, detrás de la expresión de lealtad eufórica de la mujer, que recibe el ejemplar como si abrazara por primera vez a un hijo, ve que la fila de sus sectarios parece salirse de la feria. Sonríe. Es ya la hora de cerrar todo el recinto, y el responsable de la caseta editorial anuncia en voz alta que, lamentándolo mucho, el escritor tiene que irse, les agradecemos en el alma su paciencia y su interés, etcétera, etcétera. Es una frustración sincera la que demuestran todas esas caras, habrán de conformarse con haber contemplado en persona a la estrella, con haber admirado en tres dimensiones al ídolo que hasta ahora sólo se les había mostrado en dos: sonriente en las solapas de sus libros, con aire de poseedor del conocimiento más arcano en los programas de televisión, y con mirada de seductor cultivado en las fotos de las revistas de literatura de moda.
El escritor abandona su puesto con teatralidad calculada, atravesando la multitud de adoradores para regalarles su sonrisa y algún que otro autógrafo rápido, apenas un rayajo aquí y allá, al tiempo que desprecia con la mirada a colegas de otras casetas que apenas han firmado un ejemplar en toda la tarde. Al fin, sus acólitos le ven perderse entre los árboles del parque donde se aloja la feria como si fuera un héroe mítico partiendo hacia nuevas y mayores hazañas.
Esa noche, el escritor está solo en su chalé, sentado en un sillón de la biblioteca con un tomo que ha escogido al azar. Lo abre por sus primeras páginas y lee: «Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo…»
Y mientras asimila palabra tras palabra, siente que su cuerpo mengua, que su materia física encoge sin remedio, hasta que al fin ya le cuesta incluso sujetar el libro, que se le escapa de las manos y va a parar al suelo. Y allí queda el escritor, igual que un muñequito que hubiera abandonado en el sofá algún niño de la casa.
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