Crónica de una muerte anunciada
Este último fin de semana, mi mujer y yo sacamos entradas para un cine de verano en una localidad de la costa, concretamente Santiago de la Ribera, en Murcia, España.
Hacía años que no vivíamos esta experiencia, que nos retrotrajo a nuestra infancia. La pantalla de cemento, recortada contra un fondo de estrellas —las de verdad, no las de Hollywood—; el suelo de tierra alfombrado de cáscaras de pipas; el sonido de las latas de refrescos al abrirse, mezclado con el del papel de aluminio de los bocadillos; los niños correteando por los pasillos entre los asientos; las terriblemente incómodas sillas de hierro, capaces de destrozar cualquier anatomía durante las cuatro horas de proyección, a pesar incluso de las almohadillas con regusto taurino, y por último la fuga precipitada del recinto por culpa de un chaparrón inoportuno. No nos importó demasiado la interrupción meteorológica porque el precio era popular y el programa doble, y estaba terminando ya la segunda película.
Sin embargo, al salir nos percatamos de un cartel que a la entrada nos había pasado inadvertido. Colgando de la tapia del cine podía leerse: «Próxima construcción de pisos de dos dormitorios». Mi esposa y yo nos quedamos un rato mirando ese anuncio bajo la lluvia y en silencio, sintiéndonos de repente un poco menos niños.
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