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LA CIUDAD INVISIBLE ~ La más habitable de todas las ciudades

Minicuentos y otras prosas

«El mejor de los ceniceros» (cuento de verano)

«El mejor de los ceniceros» (cuento de verano)

El macho ibérico da la última calada a su cigarrillo y, de forma automática, la entierra en la arena de la playa. Ni siquiera se ha molestado en echar un vistazo a su alrededor, buscando alguna papelera; ¿para qué, si tiene el culo puesto sobre un kilométrico cenicero? Y acto seguido se repantinga bien en su toalla, procurando que con la postura sus atributos sexuales destaquen lo suficiente, que hay cerca tumbadas una nenas que…

En ese instante, aparece a su lado una luz muy brillante. En cuanto se desvanece, el macho ibérico descubre la presencia de un hombre con cuerpo atlético, cara de niño y pelo canoso. Soy el fantasma de las vacaciones pasadas, presentes y futuras, le dice, y vengo a ajustarte las cuentas por guarro y por cabrón. Dicho esto, el forzudo agarra al fumador, le da la vuelta en la toalla para colocarlo a cuatro patas, le desgarra el bañador marcapaquete y, tras encender un cigarro de su propia cajetilla, se lo introduce por el esfínter añal sin mediar más explicación. El siseo del pitillo al extinguirse en las íntimas humedades del macho ibérico es seguido de un grito desgarrador. Sin embargo, nadie en la playa repara en él, nadie se presta a ayudarle. Anda, pero si la cajetilla estaba casi enterita, dice el fantasma; pues nada, nada, vamos a terminarla. Uno tras otro, los cigarrillos son encendidos y apagados de idéntica manera, mientras el macho ibérico no para de berrear como un cerdo en plena matanza.

Terminada la reserva cigarrera, el espectro se incorpora, se sacude las manos y desaparece como llegó, no sin antes advertirle que, como tenga que volver a ocuparse de él, lo hará con habanos de los gordos.

Mamá, mamá, mira qué señor tan raro, ¿por qué esta con el culo al aire?, pregunta un niño mientras señala al macho ibérico que, aún a cuatro patas y sin atreverse a pestañear siquiera, deja rodar por su mejilla una lagrimita.

«Sirenas»

«Sirenas»

Escucho una sirena al otro lado de la ventana. Parece una ambulancia. Sentado en mi oficina, atareado en la monotonía de mis papeles y carpetas, estoy oyendo el sonido de la desgracia de otra persona, alguien que quizá pelee por su vida dentro de ese vehículo camino de un hospital. ¿Llegará a tiempo?, ¿conseguirá recibir la ayuda imprescindible antes de que sea demasiado tarde? Nunca lo sabré.

Suena el teléfono: es mi mujer, que de repente, no sabe por qué, ha sentido la necesidad de preguntarme si yo estoy bien.

Apuntes suburbanos VIII: «Oraciones»

Apuntes suburbanos VIII: «Oraciones»

Un vagón del metro. Primera hora de la tarde. Viajeros adormilados con la cabeza apoyada en alguna barra. Un chico juega con su videoconsola portátil; un señor maduro le imita. Una mujer escucha música de su reproductor de mp3. Alguien lee un libro de moda; otro hojea un periódico gratuito.

Y una señora reza.

Con los ojos cerrados, los brazos apoyados en el regazo y un pequeño rosario entre los dedos, musita muy quedo una oración. En aquel tren, en ese túnel, mucho más cerca de los dominios del maligno que del reino de los cielos, trata de elevar su letanía más allá de nuestra cotidianidad.

En mis oídos, Springsteen desgrana su Long Walk Home. Y yo, con los brazos apoyados en el regazo, un pequeño aparato de mp3 entre los dedos, musito muy quedo la letra de esa canción.

«Especulaciones»

«Especulaciones»

¿En qué piensa la prostituta mientras espera al próximo cliente? Parada en la calle, muy corta la falda y demasiado abierto el escote, su piel juvenil exhibida para el comercio, quizá se pregunte cómo será el siguiente hombre que la aborde. ¿Cuánto, nena?, y ella que cincuenta euros la media hora, y él, baboso, calvo, gordo y empapado en sudor, la mirará de arriba abajo antes de protestar porque le parece mucho, que si no le hace una rebajita entonces nada, un sapo regateando con una sirena. No, seguramente la prostituta no piensa en el nuevo cliente que estará al caer, de sobra sabe cómo será.

Entonces quizá recuerde. Sí, puede que a su familia, sus padres y un hermano pequeño, de los que se despidió convencida de que iniciaba una vida mejor en otro país para trabajar de camarera, eso ponía en el contrato que ese hombre le ofreció, camarera de un club nocturno, y ella le creyó. Ese empleo estaría bien para empezar, le serviría para mandar algo de dinero a casa y también para ahorrar ella, y luego podría intentar cumplir su auténtica vocación: la de bailarina, siempre bailando desde muy niña, con música o con su propio tarareo, el caso es expresar lo que de otra forma no le resulta posible, todo su cuerpo convertido en un mensaje delicioso. Si no obedeces o si se te ocurre escapar o denunciarnos, tu familia lo va a pasar muy mal, ¿te enteras, niña?, sabemos donde está tu casa en tu país y no nos costaría nada hacerles una visita, ¿te gustaría que le pasar a algo malo a tu hermanito? Puta, dijo. Eres una puta nuestra y nada más.

Es poco probable que piense en los suyos, porque entonces se echaría a llorar y eso sería malo para el negocio. Y cuando el negocio no va bien, ese hombre se enfada y se pone muy violento. No, llorar solo es posible por la noche, tumbada en el camastro del piso donde la encierran cuando termina su turno de madrugada, sus gimoteos mezclados con los de las demás chicas que duermen junto a ella.

Así que si evita pensar en el próximo cliente y recordar a su familia, ¿en qué piensa la prostituta? Puede que mire a las chicas de su edad que pasan delante de ella, muchachas vestidas no para atraer a tipos que les paguen por hacerse sus cosas dentro de ellas, sino para gustarles a chicos guapos o para gustarse a sí mismas, jóvenes que siempre van acompañadas de otras y que cuando se acuesten esta noche, lo harán en su propia cama, en su habitación privada y con su familia descansando en la misma casa. ¿Por qué no puede ser como ellas?, ¿por qué no puede abandonar su puesto en la calle y unirse a una de esas pandillas que pasan por su lado y que van hacia algún local donde bailar y tomar algo y ligar con jóvenes que les gusten de veras, sin precio alguno de por medio?

En todo eso puede que piense la prostituta. O quizá no piense en nada. Puede que solo espere, la vista perdida en el infinito, a que llegue el próximo cliente.

La venganza de Gea II: «Aprendiendo de Newton»

La venganza de Gea II: «Aprendiendo de Newton»

Escultura: Planet, de Marc Quinn. ExpoEscultura: Planet, de Marc Quinn. Exposición en los jardines de Chatsworth (Reino Unido).

Inútil esforzarnos en hallar el elixir de la eterna juventud: la causa segura de nuestra muerte será la fuerza de la gravedad, y contra ella nada podemos hacer.

Si bien es cierto que la atracción física del planeta nos ayuda a nacer —las mujeres de algunas tribus aborígenes americanas acostumbraban a parir en cuclillas para que el propio peso de la criatura facilitara su salida—, no es menos verdad que, a partir de que aparecemos en el mundo, la gravedad nos conduce inevitablemente hacia nuestro final.

Primero intentará hacernos caer de los brazos de nuestra madre para que perezcamos a causa del golpe, y lo mismo tratará más adelante, aprovechando la inestabilidad de nuestros primeros pasos. Si superamos esta etapa, pasaremos unos años en los que disfrutaremos de una engañosa sensación de impunidad: nuestras piernas fuertes nos mantendrán a salvo.

Pero la gravedad es paciente, a imagen y semejanza de la diosa Gea, y esperará a que el tiempo colabore con ella. Sin tardar mucho, nuestro cuerpo empezará a acusar los efectos de la atracción del planeta: la piel de la cara tenderá a colgar como un pellejo fofo, los pechos de las mujeres apuntarán hacia la cintura y los penes masculinos tenderán a señalar de manera constante hacia el núcleo del planeta.

En nuestra vejez, la gravedad, tras habernos arrebatado el cabello hará lo mismo con nuestros dientes, y además retomará la estrategia de derribo que ya usara en nuestra infancia: el bastón se convertirá en imprescindible.

Al fin, la fuerza gravitatoria —perdamos toda esperanza desde ahora mismo, será mejor así— ganará la pelea y logrará atraernos de tal forma que, suena terrible, lo sé, nos tragará la tierra.

La venganza de Gea I: «Terremoto»

La venganza de Gea I: «Terremoto»

Gea ha perdido el miedo.

Antaño, cuando deseaba vengarse de los humanos, solo se atrevía —con muy raras excepciones— a temblar en rincones apartados. Buscaba en su corteza un país pobre, de esos que nunca aparecen en los titulares de las noticias, y allí desahogaba su rencor acumulado derrumbando edificios, puentes, monumentos. Intentaba así recordarle al ser humano que no es nada ni nadie, que la única que tiene poder auténtico es ella. Y que está harta de nosotros.

Pero como esos avisos en países marginales no han surtido nunca el efecto deseado, Gea ha decidido dar un paso adelante en su estrategia de reivindicación, o quizá de venganza: esta vez se ha atrevido con un país rico, con uno de esos que sí salen en los titulares de las noticias. ¿Servirá de algo esta vez su advertencia? ¿Lo escuchará alguien? ¿O quizá tendrá que volver a alzar su voz en otro país del primer mundo? Y si es así, ¿cuál será el elegido?

Sí, definitivamente Gea ha perdido el miedo.

«Cuento (tardío) de Navidad»

«Cuento (tardío) de Navidad»

Me ha parecido oír un estornudo al otro lado de la ventana, pero eso resulta muy extraño: vivo en un sexto piso sin terraza. Me asomo y no veo a nadie que haga lo propio en ninguna otra casa. La única figura más o menos humana es la del muñeco de Papá Noel que los vecinos han vuelto a colgar otro año más en la fachada, aunque esta Navidad se han superado: el monigote es de tamaño natural, con su enorme barrigón y todo.

Al ir a cerrar la hoja de cristal, escucho otro estornudo cercano. Vuelvo a asomarme y sorprendo al Papá Noel sonándose los mocos, la barba descolocada por la operación.

—Pero, hombre, ¿qué haces ahí colgado? —le pregunto a mi vecino de al lado.

—Pues ya ves, cosas de mi mujer. Le dije hace unos días que teníamos que poner el Santa Claus de la ventana como todos los años, y me respondió que ya que yo tenía unos días de vacaciones y que iba a estar todo el rato en casa dándole el rollo, que por qué no me disfrazaba y me colgaba yo mismo. Y aquí estoy.

—Ya veo, ya. Pues hace una rasca que se las pela. Supongo que, al menos, por la noche dejarás el puesto.

—Sí, claro. Bueno, espero que hoy me recoja mi mujer, porque anoche se olvidó de mí y aquí me he quedado todo el tiempo.

—¿Y por qué no le diste una voz para que te rescatara?

—Si lo hice, pero resulta que ella había puesto música y se oían risas y ruido como de gente que bailaba, y no se dio cuenta de que la llamaba.

Estoy a punto de comentar que yo también escuché, después de la fiesta, gemidos y jadeos hasta bien entrada la madrugada, pero me muerdo la lengua a tiempo.

Justo en ese momento comienza a nevar. Al principio son cuatro copos dispersos, pero enseguida se convierten en una nevada reglamentaria.

—Pues sí que estamos buenos, lo que me faltaba. Oye, ya que estás asomado, ¿me podrías ayudar a encender un cigarrito?, a ver si así me caliento un poco. Tengo la cajetilla y el mechero en un bolsillo del disfraz.

Siguiendo sus instrucciones, localizo ambos objetos y le pongo un pitillo en los labios. El problema llega cuando intento encendérselo: yo no fumo y no me apaño con el mechero.

—Trae, déjame, que ya lo hago yo.

No sé si ocurre por quitar una mano de la cuerda o por el nuevo estornudo que le pilla de sorpresa, el caso es que mi vecino se suelta de la cuerda y se precipita al vacío: veintitantos metros de caída libre. Un niño que pasa por la calle cogido de la mano de su madre señala al Santa despanzurrado y empieza a llorar.

—¡Mamá!, ¡mamá!, ¿quién me va a traer la bicicleta ahora…?

—No te preocupes, cielo. Pídesela a los Reyes Magos y ya está.

La alternativa convence a medias al infante, que sigue su camino algo más consolado.

Hace mucho frío. Cada vez nieva con más fuerza y ya empieza a cuajar la capa blanca encima de mi vecino. Si sigue un rato más así, acabará cubriéndolo del todo y nadie se dará cuenta de su presencia, tirado ahí en la acera. Dudo sobre lo que debo hacer: ¿avisar a su mujer?, ¿bajar yo mismo a auxiliarlo?, ¿llamar a emergencias? No sé, ya me decidiré luego, me digo mientras cierro la ventana.

Crisis III: «Acta de la cumbre»

Crisis III: «Acta de la cumbre»

Reunidos los presidentes de los gobiernos, ministros de finanzas y presidentes de los bancos centrales nacionales del G20, el G8, los países emergentes y los insistentes, hemos llegado a las siguientes

 C O N C L U S I O N E S:

 Que desde que el mundo es mundo, siempre han existido ricos y pobres.

  Que a partir de este día, nos comprometemos a trabajar intensamente en políticas supranacionales coordinadas para garantizar que los ricos sigan siéndolo.

Anexo al acta: acerca de los pobres no hemos decidido nada.

Washington, 15 de noviembre de 2008

Crisis II: «Especies»

Crisis II: «Especies»

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. El hombre, o puede que la mujer —no importa en realidad— se acercó al animal y le preguntó:

—¿Por qué sigues aquí?

—Los iguales tienden a juntarse en manadas.

—¿Iguales? Qué tontería dices. ¿Acaso tú y yo tenemos algo en común?

El reptil miró al humano durante unos segundos antes de responder.

—Por supuesto que sí: la extinción.

Crisis I: «Hagan juego»

Crisis I: «Hagan juego»

Como cada mañana, Mariano friega el portal adelantándose en casi una hora a la salida de los vecinos camino de su despacho en la Castellana, o de su cita diaria en el gimnasio de moda, o de la parada del autobús escolar de mano de la doméstica sudamericana. Vive gente de posibles en esa finca, usuarios cotidianos de corbata, o de traje sastre, o de impecable uniforme de colegio privado, personas ante las que Mariano debe mostrarse respetuoso y servicial como corresponde a su cargo. Sí, doña Tal, lo que usted diga; descuide, don Cual, que yo me ocupo; no volverá a pasar, señora de Esteodelotro... A costa de flexionar la espalda en un gesto instintivo, tendente a mantener siempre su mirada más baja que la del vecino de turno, el portero ha logrado conservar su empleo durante veinte años, desde que entrara para hacer una suplencia del titular del puesto y acabara quedándose fijo en él. Veinte años fregando la escalera, veinte años quitándole el polvo al desmesurado espejo de la entrada, veinte años sacando la basura, veinte años repartiendo el correo, veinte años paseando perritos ajenos, veinte años poniendo buena cara y andándose al quite para cazar cualquier propina posible, un poco del polvo de oro que aquellas gentes dejan caer a su paso, que la vida está muy achuchada y en la portería son cuatro a desayunar, comer y cenar todos los días.
 
Cuando Mariano frota con el mocho la última baldosa, aparece por el ascensor don Germán Ortiz, el más madrugador de los vecinos y al que el portero mira con mayor respeto, o con respeto sincero al menos, que a todos los propietarios ha de tratar con mucho tiento, desde luego, pero una cosa es el trato y otra muy distinta la opinión. Buenos días, señor Ortiz, tenga cuidado no vaya a resbalar, ¿otra mañana más a pegarse con el sube y baja de los números?, y bien tempranito, como siempre. Ya ves, Mariano, cosas de la diferencia horaria, que ha cerrado Tokio hace poco y es vital recoger las noticias frescas antes de que abra Nueva York. Diga usted que sí, a quien madruga Dios le ayuda, que se le dé bien, señor Ortiz. Apoyado en el palo de la fregona, el portero ve a don Germán cruzar la enorme cristalera de la salida y desaparecer engullido por una puerta trasera de su Mercedes nuevecito, que no se ve ninguno ni parecido en toda la calle, y menos aún con el lujo añadido de un chófer que le lleva y le trae mientras él se empapa de esos periódicos de color salmón que leen los que de verdad manejan el dinero, los que compran el mundo en un minuto y lo venden al siguiente con un doscientos por cien de beneficio. Cuando arranca el cochazo, Mariano permanece aún unos segundos inmóvil, lamentando no haberse atrevido a decirle a ese vecino lo que le ronda por la cabeza, una idea que le bulle dentro desde hace días y que, por no haberla desalojado de la garganta, seguirá inquietándole otra jornada más.

Esa noche, mientras Charo les sirve la cena a él y a los mellizos delante del televisor, la idea emboscada acaba irrumpiendo en la conversación como un invitado molesto.

¿Te has vuelto loco o qué?
¿Por qué me dices eso? Y delante de los chicos...
Perdona, Mariano, pero es que me ha salido del alma.
A mí no me parece un mal plan.
¿Pero tú qué entiendes de esas cosas, eh? Nosotros somos como nuestros padres, solo servimos para sumar a poquitos y guardarlo bien seguro. Nunca hemos sido gente de aventuras, ya lo sabes.
Unos desgraciados es lo que somos.
Ahora eres tú el que se está pasando. En esta casa vive una familia honrada, y lo poco que tenemos nos lo hemos ganado a pulso.
Pues yo estoy hasta las narices de tener poco!, y me muero de ganas de llevarme algo fácil en esta puñetera vida.
Eso no pasa nunca.
Al señor Ortiz sí que le pasa.
Porque él es rico.
Dime algo que no sepa, pero no lo fue siempre, nació en una familia humilde como la tuya y la mía, que le conozco de mi barrio desde que éramos niños. La diferencia es que él estudió, se la jugó con sus negocios y mírale, tiene más pasta que pesa. Solo el coche que lleva cuesta lo que tú ni te imaginas.
Pues me alegro mucho por él. A mí me basta y me sobra con que no nos falte de nada y con seguir todos sanos.
La vida del cerdo: comer, dormir, trabajar y vuelta a empezar.
Esta noche estás imposible. No se puede hablar contigo.

Y no hablan más, rumiando cada uno en silencio su reciente rencor hacia el otro, o hacia sus existencias, o hacia quién sabe qué. Y la idea, la más que polémica idea, engordando como un quiste, tanto que a Mariano le impide dormir profundamente, le desvela a cada poco, le somete a un febril proceso onírico de sumas y porcentajes, de compras y ventas, de subidas e ingresos sin límite.

A la mañana siguiente, el portal está fregado antes de lo habitual y el portero se ha cambiado ya el mono azul por el traje y la corbata igualmente azules, aguardando la salida de don Germán en una postura muy digna, con actitud de negociante. Buenos días, señor Ortiz, ¿qué tal ha descansado esta noche?, la idea hinchada en sus cuerdas vocales hasta casi dificultarle el habla. Bien, bien, Mariano, gracias. Que digo, señor Ortiz, que si podríamos charlar un momento, no le entretengo más que un minuto, que sé que le espera su chófer. Tengo mucha prisa, pero tú dirás. Pues verá, es que dispongo de un capitalito ahorrado en el banco que no me renta nada, los intereses andan por los suelos, ya sabe, así que estoy pensando en sacarle un poco más de provecho de otro modo, y quizá usted podría aconsejarme, aunque no quiero que se sienta obligado, que me consta que cobra precisamente por eso, por aconsejar... ¿De qué cifra estamos hablando? Se va a reír usted, de tres millones de pesetas solo, que en euros no me acuerdo a cuánto sube... Unos dieciocho mil. Sí, eso creo, don Germán, ya sé que no es mucho, pero es que los hijos se llevan siempre tanto gasto, y hace unos meses tuvimos el entierro de mi suegra y... Acerosa. ¿Cómo ha dicho, señor Ortiz? Acerosa, Aceros, S.A., un valor en alza que en los próximos días va a subir como la espuma, créeme, sé lo que digo. Muy bien, lo recordaré, Acerosa, Aceros, S.A., muchas gracias, ¿y para comprar qué hago? En tu banco, le dice mientras sale a la calle, vete a tu banco que allí te lo arreglan todo. Muchas gracias otra vez, señor Ortiz, Acerosa, no se me olvidará.

Acerosa, Aceros, S.A., no se le va de la cabeza ni un momento. No se le olvida cuando acude a su caja de ahorros para firmar la orden de compra, hagan juego, señores, dieciocho mil a Acerosa, impar y negro, no va más, señores, no va más. No se le olvida cuando empieza a leer también él los diarios de color salmón plagados de cifras, coeficientes y términos que a duras penas entiende. Sí se le olvida en compañía de Charo, a la que no menciona ni una palabra de lo que ha hecho, será una sorpresa que le dará cuando el dinero se haya multiplicado de la noche a la mañana, cuando vuelque ante sus asombrados ojos el cuerno de la abundancia y puedan realizar los sueños que comparten a diario, ese coche que tanta ilusión les hace, esa ropa que les sentaría tan bien a ambos y a los chicos y que nunca se compran, esos electrodomésticos nuevos que parecen futuristas al lado de los que ahora tienen, puede incluso que alcance para la entrada de un piso propio en el que refugiarse el día que se acabe lo de la portería. Aceros, Aceros, S.A., Acerosa...

Su cántaro de leche tarda una semana en empezar a tambalearse. Los diarios asalmonados, y los normales también, se llenan un mal día de palabras como recesión, guerra aquí y allá, reserva federal americana, crisis asiática, caídas generalizadas... El portero tiene el pulso acelerado y un indescriptible vacío en el estómago cuando aborda, casi asalta, a don Germán nada más aparecer en el portal. ¿Ha visto lo que traen los periódicos, señor Ortiz?, ¿qué cree usted que significa esto?, ¿qué va a pasar con mi dinero?, porque yo lo metí todo en acciones de Acerosa, como usted me dijo, y mire ahora qué panorama... Tranquilo, Mariano, tranquilo, que esto es un bache sin importancia, lo más inteligente es no perder la cabeza ni la paciencia, que ya pasará la mala racha, y los que tengan sangre fría y no vendan a lo loco se llevarán el gato al agua. ¿Usted cree, señor Ortiz?, mire que los tres millones que invertí es todo lo que tenemos, y si los perdemos ahora... El portero calla cuando se percata de que está hablando solo, don Germán ha salido del portal y parece esconderse tras la puerta de su Mercedes. Sangre fría ha dicho, pero a él ya no le queda sangre en las venas ni fría ni caliente, y su corazón parece a ratos como si no latiera, dejando a su dueño sumido en una especie de catalepsia, de muerte en vida con el cuerpo insensible y sin embargo dándose cuenta de todo. No perder la cabeza, no vender a lo loco, no cruzar su mirada con la de Charo para evitar que sospeche nada, que ella siempre ha sido muy intuitiva y podría leerle el pensamiento.

¿Qué te pasa, cariño? Estás muy callado.
Nada, nada... veo el telediario.
Hay que ver lo que ha pasado con la bolsa. Dicen unas cosas de millones y millones perdidos que da miedo solo de oírlas. Y tú que querías meter ahí nuestros ahorros... Menos mal que te quité esa idea de la cabeza.

Mariano calla, la sangre fría, congelada, y el corazón en constante arritmia, imposible digerir la poca cena que ha podido tragar, las horas petrificadas más tarde en los dígitos luminosos del despertador, la cama convertida en la balsa de un náufrago, hasta que una idea, más bien una corazonada, inunda su conciencia insomne. Claro está, ¿cómo no lo he pensado antes?, el señor Ortiz se hará cargo de mis pérdidas, él fue quien me aconsejó Acerosa, que iba a subir como la espuma, y ahora que todo está saliendo mal no me va a dejar en la estacada, es un hombre importante, el único vecino al que yo respeto de verdad, no para cubrir el expediente, sino con el corazón, que crecimos juntos en el mismo barrio y sé que es gente de ley y que me va a echar una mano, mañana en cuanto le vea se lo digo, mire usted, señor Ortiz, que mis tres millones de los de antes se han quedado en nada y eran todos nuestros ahorros, y la cosa ha sido por invertir en Acerosa, Aceros, S.A., que me lo dijo usted, ¿se acuerda?, y él me responderá claro que sí, me acuerdo perfectamente, y lo siento mucho y aquí tienes un cheque por los dieciocho mil euros, ha sido culpa mía y no se hable más. Así será, no le cabe la menor duda a Mariano cuando al fin consigue un suspiro de sueño.

Con los ojos enrojecidos y sin afeitar, el portero friega el suelo de madrugada, una baldosa mojada y dos secas, como si estuviera limpiando en medio de un terremoto. Los periódicos del día, los que él ha leído de prestado antes de entregárselos a los vecinos suscritos, no hablan de otra cosa: las bolsas están en coma en este país y en los otros, desplome colectivo, especial incidencia en los valores industriales, Acerosa a la cabeza de las pérdidas y a un paso de la suspensión de pagos. Una baldosa mojada y tres secas, cuatro baldosas sucias y ninguna limpia, el portero vigilando de reojo la puerta del ascensor con la ansiedad de un novillero ante la salida de los toriles. No hace más que presentarse don Germán cuando ya le está poniendo el periódico frente a la cara. Que mire, señor Ortiz, vea qué desgracia me ha pasado con mis acciones... Quita, déjame de tus desgracias, que bastante tengo ya con las mías. Pero, señor Ortiz, es que he perdido mis tres millones... De pesetas, tú los habrás perdido de pesetas, pero yo los he perdido de euros, que no veas la papeleta que me ha caído encima. Es que eran todos nuestros ahorros, señor Ortiz, usted ya lo sabe. Sí, sí, tus ahorros, pero todavía te queda tu sueldo fijo, ¿no?, ¿o es que acaso no te pagamos religiosamente todos los meses?, afortunado tú que te llevas tu cheque vaya como vaya el rumbo de la economía, pero yo no cobro ningún sueldo fijo, al revés, si no van bien las cosas en la bolsa, en vez de cobrar pierdo. Pero, señor Ortiz... Mira, Mariano, ¿ves al chófer que me espera en la puerta?, pues en cuanto me lleve a la oficina le voy a entregar una carta de despido que ya he preparado, aquí en la cartera la tengo, y a partir del mes que viene tendré que conducir yo mismo el Mercedes, ¿qué te parece? No sé, yo nunca he tenido coche... Y la cosa no acaba ahí, ojalá, que a la noche tendré que pasar el trago de decirle a mi hija que este verano no podrá irse a estudiar inglés a Estados Unidos, como todos los años desde hace cinco, con la ilusión que tenía. Pues... mis mellizos nunca han pisado el extranjero... Pero eso no es todo, Mariano, mi señora aún no sabe que no va a poder comprarse el anillo de diamantes que ella quiere, y que tendrá que seguir luciendo las mismas joyas de la temporada anterior, no quiero ni pensar en el disgusto que se va a llevar la pobre. Mi Charo no tiene ningún anillo de diamantes, ni siquiera de imitación... Así están las cosas, que me das envidia, Mariano, aquí a salvo de todo con tu sueldo mes a mes, más tus dos paguitas extras y tus buenas propinas, en vez de estar jugándote el tipo en ese mundo de lobos en el que me muevo yo, y encima vas y te quejas. Sí, señor Ortiz, me hago cargo de sus pérdidas y de todo lo demás, pero es que mis tres millones, usted me dijo, me aseguró que Acerosa, Aceros, S.A...

Sus últimas palabras chocan contra la espalda de don Germán, que camina hacia la salida mientras sacude una mano como si se apartara una mosca de la oreja. Y en ese instante, el portero reconoce el objeto que sujeta entre las manos, la barra metálica de la fregona, y sus dedos se crispan en ella hasta casi hacer audible el crujido de huesos, o quizá sea su alma la que cruje y la que le obliga a levantar los brazos sobre la cabeza, la fregona convertida en maza, en espada justiciera, y don Germán dejando su nuca indefensa, confiado, desdeñando a Mariano por considerarlo inofensivo, el vecino abriendo la puerta acristalada para reunirse con el conductor que aún no se sabe despedido, y el portero que avanza un paso hacia su antes admirado señor Ortiz, una idea fija en la cabeza, una obsesión negra y ciega en sus manos y su mirada.
Pero, caprichos de la conciencia, el vengador piensa en Charo y en los mellizos y se da de bruces con la certeza de que, aunque todavía no saben nada, de una forma u otra van a enterarse. Y de repente el piso del portal parece convertirse en arenas movedizas, y Mariano tiene que usar el palo de la fregona a modo de bastón para no caerse, para no humillar aún más las rodillas en el suelo.

Este relato fue publicado por primera vez en el libro Relatos, editado por la Asocación Colegial de Escritores.

«Cortesía»

«Cortesía»

Para más información sobre esta foto, pinchar aquí.

Abandono una cafetería moderna —mochila al hombro, ropa cómoda y un café para llevar quemándome en las manos: debo de parecer un neoyorquino, nada más alejado de mi intención— y, al llegar a la puerta, veo que una chica —con vestido vaporoso y gafas en la coronilla bien podría ser una parisina— se me ha adelantado y está abriendo ya la puerta. La sigo y, en el momento en que ella va a soltar la hoja de madera y cristal, se percata de mi presencia y la retiene un momento para faciltar mi salida. Su gesto me conmueve. Aunque soy un extraño para ella, ha tenido la deferencia de regalarme su consideración. Reconfortado por la idea de que aún queda un resquicio en mi ciudad para la cortesía, le contesto con un «gracias» que espero que opere en ella un efecto parecido. Pero al alejarse me muestra su perfil un instante y veo los cables que cuelgan de sus orejas y se pierden en el bolso.

Lástima: no me ha oído darle las gracias.

«Mundo perfecto»

El jugador de snooker entierra en la tronera una nueva bola. La excitación crece entre el público. Apenas sobreviven unas cuantas sobre el tapete y se barrunta en la sala el posible final: nada menos que un 147, la máxima puntuación posible, la que se consigue dejando a cero al contrario, la partida perfecta.

Otra bola, tiza en el taco, y otra, tiza de nuevo, y otra, un momento de reflexión, y otra, tiza otra vez, y otra... Ya solo queda la última, la bola negra que espera su sentencia. El jugador se agacha, apoya el taco en su mano izquierda, tantea... y dentro: 147.

El público estalla de felicidad. El contrario le felicita caballeroso. El mismo árbitro le da la enhorabuena por lo excepcional de su logro. Pero el jugador siente un agujero gigantesco en su vientre. Durante unos minutos, el mundo ha sido perfecto: las reglas, el método, el objetivo. Pero ¿y ahora que ha terminado la partida? ¿Qué ocurrirá a partir de ahora...?

 N. del A.: os aconsejo que dediquéis poco más de ocho minutos a contemplar, en el video del inicio, al gran Ronnie O´Sullivan consiguiendo un 147, algo que solo un puñado de jugadores ha logrado en la historia de los torneos oficiales de snooker o billar inglés. Creedme: es como si sobre la mesa, durante esos minutos, se sustanciara un mundo perfecto.

«Bienaventurada»

«Bienaventurada»

El dueño de la casa entra adormilado en el cuarto de baño, enciende la luz y la sorprende parada en medio del suelo, ocupada en la labor de reconocer ese nuevo mundo. El hombre se saca la zapatilla y, con movimientos torpes y los ojos aún deslumbrados por los halógenos, golpea varias baldosas antes de acertar a su objetivo. Al comprobar su éxito, sonríe con orgullo de cazador.

En el suelo, la moribunda mira a su matador y piensa: «Ríete cuanto quieras, imbécil. ¿Acaso no sabes que cuando vosotros os hayáis autodestruido, nosotras heredaremos la tierra?»

«Camino de perfección»

«Camino de perfección»

El escritor observa el manuscrito y sabe que, al fin, ha terminado.

El borrador inicial superaba el millar de páginas. Le llevó más de dos años escribirlo, en realidad casi tres, y el esfuerzo le dejó exhausto.

Cuando se recuperó, inició la primera reescritura. Siguiendo las instrucciones del monitor de un taller literario al que asistió tiempo atrás, comenzó a tachar como quien poda un árbol sobredimensionado. Así llegó a quedarse con apenas quinientas páginas.

Después hubo una segunda reescritura, y una tercera, y una cuarta...

Hoy ha completado la décima versión —quizá sea la vigésima, no sabe— y ante él se muestra su obra terminada, perfecta. Como premio, el escritor se sirve una bebida y se sienta satisfecho a la mesa sobre la que descansa, aislada como un autor incomprendido, una única hoja en blanco.

Apuntes Suburbanos VII: «Manos»

Apuntes Suburbanos VII: «Manos»

Fotografía: Las mujeres que no conocemos, José Luís Guerin, 2007.

 

En un vagón del metro, una mujer se desvive por atender a un niño que viaja sentado sobre sus rodillas. Escucha cada palabra que él pronuncia para repetirla luego despacio, tratando quizá de corregir su dicción sin que se dé cuenta; vigila todos sus movimientos, no se vaya a golpear contra alguna barra o contra otro pasajero, y disfruta orgullosa con los piropos que una viajera desconocida regala al pequeño.

En la fila de asientos de enfrente, otra mujer de edad similar viaja sin compañía. Entretiene los minutos aplicándose crema en las manos, meticulosa, dedo a dedo, uña a uña, sin ninguna prisa.

En cierto momento, la mujer del niño se fija en la que viaja sola y en las manos tan cuidadas que luce, con ese barniz rojo que convierte cada una de sus uñas en una piedra preciosa.

Casi al mismo tiempo, la mujer sola mira a la que se sienta frente a ella y repara en la mano que apoya sobre la cabeza del que parece su hijo, que casi de repente se ha adormecido en su regazo.

Y así permanecen un rato, sin advertir ninguna de las dos que el tren, detenido en el túnel, ha congelado durante un instante sus caminos.

«Ella»

«Ella»

Cuando al fin la vio se quedó petrificado. Había soñado con ese instante docenas de veces durante los últimos dos años, pero ahora que la tenía al alcance de sus manos, la ansiedad apenas le permitía acercarse.

«Cálmate —se dijo—. Toda tu felicidad y tu futuro dependen de este momento, de lo que ella quiera responderte. Así que adelante, sin miedo». Con las piernas laxas y el corazón acelerado hasta lo imposible, alargó las manos hacia el objeto de su deseo. La cogió, la atrajo hacia él y comenzó a recorrerla con los dedos. Ella, a cambio de su atención, revelaba despiadada los nombres de otros. Incluso, con una perversidad refinada, le aseguraba que prefería a otras antes que a él. Estaba a un paso de enloquecer, de perder los estribos y destrozarla con sus manos. Había sufrido tanto por ella, se había sacrificado hasta tales límites que no podía negarle su favor otra vez, no podía...

Y, en efecto, no pudo. En la última página, camuflado entre tantos otros, leyó al fin lo que ansiaba: «López Sánchez, Alberto - DNI 97612657 - 7,85 puntos». Henchido de felicidad, se despidió de la lista demoniaca con un hasta nunca y corrió hacia una cabina telefónica. Introdujo las monedas con dedos temblorosos y, cuando escuchó la voz que le contestaba, gritó: «Cariño, ¡he aprobado las oposiciones!»

Dedico este minicuento a todos aquellos que, como yo, pelean por aprobar una oposición.

Y sobre todo a mis familiares y amigos, a los que tengo la cabeza como un bombo. Disculpadme: quizá este pequeño cuento os ayude a comprenderme.

«Expolio»

«Expolio»

          El fusilamiento de Maximiliano I, por Edouard Manet. 

 

Sangre. El abrigo que lleva puesto el soldado se ha empapado de sangre, justo cuando sonaba la descarga del pelotón de fusilamiento del que él mismo forma parte. No entiende por qué. Las balas no han podido alcanzarlo, ni siquiera de rebote, y él no ha sentido impacto alguno, pero lo cierto es que el maldito abrigo chorrea sangre por todas las costuras. Confuso, el soldado echa pestes de su suerte, que minutos antes parecía sonreírle cuando ganó a sus compañeros de cuartel, gracias a una inmejorable mano de cartas, el derecho a quedarse con la ropa del prisionero condenado a muerte; ahora no sirve más que para tirarla. Y mientras se quita con aprensión la prenda enrojecida, advierte que de las heridas del fusilado, amarrado aún al poste, no brota siquiera un hilo de sangre.

«Poco importa»

«Poco importa»

En un lugar de La Mancha de cuyo nombre nadie pudo enterarse, ha mucho tiempo que vivió un hidalgo que atendía por Alonso Quijano, quien a fuerza de empacharse de mala literatura acabó completamente donquijotecizado. Y diose en juntar con un labrador vecino suyo y sanchopancista, al que arrastró un buen día a la aventura de recorrer los caminos de su tierra.

Al fin, tras juntarse y separarse durante meses de curas, venteros, amas, bachilleres, duques, galeotes, sobrinas, pastores, caballeros andantes de pacotilla y demás enamorados de la broma, fueron a darse de bruces con la inevitable.

Y fue en su postrero lecho donde rindió la disculpa más sentida que se recuerde un hidalgo ya sanchopancizado a su amigo el labriego, quien por entonces vivía orgulloso de ser un escudero para siempre donquijotista.

Poco importa el lugar en que esta historia ocurriera.               

«Demasiado tarde»

«Demasiado tarde»

Se levantó con el pie izquierdo, pero no le dio ninguna importancia.

En el cuarto de baño, rompió sin querer el espejo, pero solo se disgustó por el dinero que le costaría reponerlo.

Cuando salió de casa, se le cruzó un gato negro y ni siquiera se fijó en él porque en su barrio abundaban los felinos sin dueño. Simplemente, abrió el paraguas para protegerse de la llovizna fina que caía y se dirigió al coche.

Nada más aparcar cerca de su oficina, pasó por debajo de la escalera de un técnico que revisaba el cable telefónico: no le prestó más atención que la necesaria para evitar algún tropiezo.

En su despacho, abrió el paraguas y lo dejó en el suelo, en un rincón discreto, para que se secara.

Al mediodía, mientras comía en el bar de siempre, volcó el salero y su contenido se derramó sobre el mantel. Se limitó a recogerlo y usarlo para aderezar la sopa.

Y fue esa tarde, mientras se precipitaba al vacío desde un puente camino de casa por culpa de un derrape de su coche, cuando cayó en la cuenta. Sí, mientras caía cayó en la cuenta de que ese día era martes y 13.

«En casa»

«En casa»

El ciudadano deambula entre los escombros. Es posible que esta sea su calle, la misma en que nació y donde después compró su primera vivienda junto a su novia —su esposa… esta mañana se despidió de ella como cada día, qué tengas un buen día, cariño, pero desde la gran explosión no ha sabido de ella, ¿dónde estará?, ¿vivirá aún? —, aunque le resulta imposible asegurarlo porque ahora la calle es un reguero de escombros y sus ojos apenas ven, quemados por el calor que lo inflamó todo en un instante.

Buscando quizá un refugio, el ciudadano se encarama a un montón de piedras que se encuentra más o menos en el lugar donde estaba su casa. Allí se sienta, buscando un acomodo mínimamente confortable sobre los cascotes. Sin embargo, algo bajo su cuerpo ofrece un tacto distinto, más blando. A tientas encuentra el objeto. Es rectangular y flexible, y al palparlo parece abrirse… ¡Es un libro!  Sí, tiene que serlo, ¡un libro…! El ciudadano recta por los escombros hacia un lugar más apartado aún, alejado de cualquier posible encuentro con otros supervivientes. Allí abre el libro por una página al azar y se lo acerca a los ojos como si quisiera tocarlo con ellos. Las hojas están quemadas por los bordes, pero las líneas parecen legibles. Al principio apenas distingue las letras. Después de un rato, con mucho esfuerzo, su vista se aclara un poco y puede comenzar a silabear: «L-a li.. li-ber-tad, San-cho, es u-no de los m-más pre-ci-o-sos do-nes…»

No necesita leer más. No sabe si vivirá siquiera hasta la noche, ni qué ha sido de sus seres queridos, ni si la raza a la que pertenece conserva algún atisbo de esperanza. Pero, al menos, siente que ha regresado a casa.